Tras las huellas de Herzog
por Alejandro G.CalvoHagamos un 'flashback'. En 1974 el realizador Werner Herzog, al enterarse de que Lotte Eisner estaba muy enferma en París, decidió dejarlo todo y emprendió una peregrinación a pie desde Munich hasta la capital francesa, convencido de que si lograba la gesta la mítica escritora y crítica de cine alemana -su libro sobre el cine expresionista alemán La pantalla diabólica rivalizaría en importancia con el de Siegfried Kracauer De Caligari a Hitler- no moriría. Dicho y hecho: Herzog hizo el trecho, Eisner sobrevivió. Mientras caminaba por bosques y estepas, Herzog fue tomando notas en un diario muy a lo Bresson (epifanía incluída) que acabaría por publicarse en 1978 como Del caminar sobre hielo. Y, ahora, regresemos al presente.
En el mundo pre-COVID, el cineasta Pablo Maqueda (Madrid, 1985) decide armarse de valor, mudas, libros y cámaras para perseguir las huellas de Herzog en su periplo Munich-París, usando el diario del director de Aguirre, la cólera de Dios (1972) como su particular Google Maps. Un camino de Santiago profano, donde Maqueda -cámara en mano, cámara en trípode- busca no tanto una reconstrucción fílmica de la palabra escrita como una sublimación de la poética herzogiana a través de la imagen digital. Aquí no hay apropiación indebida, sino una transfiguración de las formas -de la palabra a la imagen- y la construcción de un nuevo relato: el del cineasta enamorado realizando su particular Camino de Santiago profano y cinéfilo, buscando hacer del camino, experiencia, y de la experiencia, camino.
Quizás por ello Dear Werner tenga forma de diario fílmico: Maqueda no deja de dirigirse al cineasta, mientras lee y relee su libro-guía de 1974, trazando comparaciones, buscando similitudes y realizando extrapolaciones frente a las imágenes que capturan el camino del 2020. Herzog responde con su propia voz, bien explicándose, bien releyendo sus propias palabras, aunque el resultado más que un diálogo entre profesor y alumno se acerque más a una oración piadosa que por fin se ve respondida desde las más altas alturas de la cinefilia. Así, mientras los monólogos se cruzan, en ocasiones impresos en pantalla, la mirada de Maqueda se convierte en la imagen del relato, dando tiempo a recordar aquello que decía Dziga-Vertov de que la cámara ve mejor que el ojo humano. Y es que a veces lo que vemos -campos teñidos por la niebla, pueblos desgajados, carreteras interminables, caminos rocosos- es más poderoso que lo que oímos; más o menos como sucede en la vida misma.
En su parte final Dear Werner cede a la cinefilia el protagonismo absoluto. Llegado a París, se adentra en lo que queda de la Cinémathèque de Henri Langlois, convertida desde los años 50 en La Meca de todo cinéfilo. Pasamos del detalle al gran plano general, perdiendo intimidad y camino, y subrayando aquello que nos había quedado claro desde el principio: que, para algunos, el amor por el cine es capaz de mover montañas. Al final, un requiebro, y pasamos del “Dear Werner” al “Dear Haizea”, convirtiendo la carta de devoción al director alemán en la carta de amor del cineasta a su mujer, unas palabras lo suficientemente importantes como para saltar del inglés al castellano, convirtiendo lo público en íntimo y la experiencia física en emoción al desnudo. Es entonces cuando Dear Werner consigue desvelarse como un relato, finalmente, sin ataduras de ningún tipo, capaz de erigirse como una obra propia y singular, en la que Werner Herzog ya no es nada más que un halcón sonriendo desde lo más alto.