Película española del 2021, de una duración del 120 minutos, con una valoración de 8/10, bajo dirección y guión de Fernando de Araña, con un presupuesto de 3,4 millones. Tragicomedia a la española.
La obra mi es la mejor película española del 2021.
Es un reírse del jefe por no llorar, El director Fernando León de Aranoa se apoya en un Bardem conmesurable con toda su capacidad interpretativa, para parodiar viejos procederes empresariales españoles de comidas y puticlubs.
El buen patrón sigue durante una semana a Blanco, empresario en el sector de las balanzas industriales que quiere preparar su fábrica para una inspección en la que se juega un premio a la excelencia empresarial. Los problemas se le acumulan precisamente en los días en que todo debe estar perfecto, por lo que echa mano de contactos, malas prácticas y triquiñuelas varias para intentar tapar cualquier mancha sobre lo que él considera una gestión impecable.
Fernando León de Aranoa ha dirigido una comedia negra muy efectiva, que cosechó grandes críticas tras su paso por el Festival de San Sebastián y ya antes de estrenarse en salas ha conseguido representar a España en los Óscar.
Un Javier Bardem, con un papel a medida inmenso, eminente, es una gran parte de ese éxito previo, adaptando voz y expresión corporal para mimetizarse con un personaje que consigue hacer reflejo de muchos tópicos con ironia sin caer en la parodia.
Por supuesto, una comedia panfletaria, pero desde una amargura y una maldad que hacen que no se atraganten los momentos más sindicalistas. De hecho, el guión es de manual, perfectamente equilibrado y simétrico, como le habría gustado a su protagonista, y con una retranca que no se abandona en ningún momento. Como retrato de los vicios del empresariado de provincias y de cierta corrupción de baja intensidad que sigue vigente hoy en dia, que funciona a la perfección como realismo.
El paternalismo irritante e hipócrita en el día a día hasta la corrupción o el soborno más o menos directos. Con el personaje de Javier Bardem como guía se acaba llevando palos todo el mundo: los medios de comunicación -y encima la aceptación de la corruptela ni se muestra, se da por supuesta-, el poder político, la inspección de trabajo, los jefes intermedios y hasta los sindicatos por omisión. Más que pesimismo antropológico, es una especie de resignación disfrutona.
Del otro lado, los chistes en El buen patrón van desde gags visuales como las balanzas que se descuadran o se trucan hasta chistes muy directos, por ejemplo, uno sobre las subvenciones y el cine que quizás tiene más gracia. A la película no le interesa ser políticamente correcta, pero tampoco especialmente faltona. Se trata de que el personaje principal quede retratado en pkenitud en su miseria moral por y es por ahí donde se ponen todos los esfuerzos de su narrativa.
En clave comedia y socarroneria como refugio del cine con un discurso de clase verdaderamente político en nuestro audiovisual, aunque en el caso de León de Aranoa sea lo que se espera de él, como si preocuparse por la desigualdad o la explotación fuesen una marca autoral, de extremos en el que se pasa del good boss al cualquier cosa por la empresa.
Quizás el único derrape de El buen patrón, sea crear un Blanco (Javier Barden) asquerosamente carismático, al que se quiera seguir para ver cómo se cae con todo el equipo, que se olvida de que haya algún personaje medianamente importante con el que identificar al público. Sus obreros, becarias y demás ralea, aunque tampoco caigan en el tópico absoluto, no llegan a ser verdaderos personajes que sirvan para dar cuerpo a las «víctimas» de los verdaderos Blanco de la vida. Aunque es todo tan cafre que se acaba perdonando. Y actores como Celso Bugallo (Fortuna) ayudan.
Puede que, ay, algo caducada antes de empezar en cuanto al contexto económico que quiere reflejar, pero muy acertada en la descripción desde el humor negro de perfil de gestor y explotador. Una burla en toda regla al señoro, al cuñado de provincia que se cree «hecho a sí mismo» cuando solo tuvo que ir a firmar al notario y vive de las rentas.
Pero como no se trata de proponer una de buenos y malos, el cineasta arropa a su protagonista absoluto con elementos que lo acercan al espectador. Es atractivo, pasablemente empático (aunque luego veamos que no tanto), se enfrenta a todo tipo de problemas para, se nos sugiere, no tener que cerrar su fábrica. Y en el otro fiel de la balanza, el obrero, con quien sospechamos que el director debería identificarse más, es un hombre empecinado y testarudo, en el límite del absurdo, aunque lo disfrace de heroicidad: un trabajador anterior a los sindicatos. El cuadro resultante no es, empero, posmoderno: al director le duele lo que cuenta, de ahí ese final desgarrador, en el que el rostro de la desesperación se encarna en un obrero, ante la triunfal, bien que banal, satisfacción del manipulador, avieso padre/patrón.