Ser autor de una de las obras cumbre del séptimo arte antes de los 30 no debe ser un plato fácil de digerir. Al menos no lo fue para el mítico Orson Welles, que tras filmar y sacar adelante con no pocos problemas ese complicado proyecto llamado “Ciudadano Kane” vio peligrar seriamente su libertad expresiva, iniciando así un desencuentro con la gran industria hollywoodiense que se mantendría vigente hasta el final de sus días. Una personalidad inmensa, enorme, demasiado grande para habitar dentro de un universo reglado, conformada por una fértil imaginación y una pulsión creadora tan desmesuradas que seguramente fue la responsable de que en algunos momentos su inmenso talento se dispersase de una forma perjudicial e innecesaria. Aun así, este actor y director nos regaló un puñado de obras maestras incontestables entre las que sin duda se cuenta esta última “Fraude”, un ensayo cinematográfico lúcido e irónico acerca de la creatividad artística y sus muchas trampas y artificios. En un ejercicio de inteligentísima y provocadora autorreferencia, Welles diserta ante la cámara y los espectadores para ofrecer algunas de las claves por las que la ilusión fabricada puede llegar a ser considerada obra de arte. ¿Qué es copia y qué original en un mundo dominado por la repetición en serie y la falsificación de la vida? La vida entendida asimismo como simulacro, el arte imitando la vida y viceversa. Un guion prodigioso, complejo, denso, lleno de recovecos y matices, como un laberinto de imágenes donde la verdad se convierte en algo completamente indistinguible de la ficción que la fabrica, porque el Arte, y también como es lógico el practicado por el propio director, es un ejercicio de consciente prestidigitación donde la profundidad viene dada por las mismas apariencias que simulan un relieve inexistente o creado ex profeso para engañar la manipulable mirada del espectador.