Sesenta años han pasado desde que se estrenó ‘Rebeca’ y, sin embargo, qué bien ha envejecido. Una representación fidedigna de lo que implica ser un clásico. Seguirán pasando los años y el primer largometraje en USA de Hitchcock seguirá pareciendo una película actual. Eterna. Poco más se puede decir del director británico que no se haya dicho hasta la fecha. Alfred Hitchcock es un maestro absoluto del lenguaje cinematográfico y ‘Rebeca’ es, personalmente, su película más redonda. (Quizás, ‘Vértigo’ pueda entrar en este debate personal. Fruto de las circunstancias me decanto por una u otra).
Y es que ambas películas, tienen múltiples mensajes, lecturas e interpretaciones. El (re)descubrir una u otra es fruto de los continuados visionados que se le puedan hacer a la película. Uno puede verlas, pongamos, por ejemplo, cada cinco años, y seguirá descubriendo algo nuevo: un gesto que aporta información extra, un objeto, un movimiento de cámara. Y es este hecho lo que hace maravilloso el arte cinematográfico. No importa las veces a las que uno se enfrente a una película. Siempre parecerá como si nunca la hubiese visto.
En ‘Rebeca’ uno se encuentra a una multitud de personajes construidos de forma absolutamente perfecta. Independientemente de su protagonismo. El espectador se aproxima a cada uno de ellos de forma pausada, y ellos, a cambio, le muestran un sinfín de detalles que los definen. Quizás sea una simple actitud, como el caso de Ben (Leonard Carey), personaje enigmático, como la mayoría de los presentes en la película; o como el caso del único personaje anónimo del filme, y que, paradójicamente es el protagonista de la cinta (Joan Fontaine). La actriz está soberbia, manifestando con su rostro el miedo, la tensión, los nervios. Todo el reparto está fabuloso. Además, resulta muy interesante y estimulante como los personajes transmiten más mediante el silencio que con las palabras.
Silencio que define a los dos protagonistas “reales” de la película: Rebeca y la mansión de Manderley. Seres inertes y que, sin embargo, guían los comportamientos del resto de los personajes. Son como los dos maestros titiriteros que manejan a su antojo a las marionetas que se ven en la pantalla. Además, ambos fantasmas son la causa que pone de manifiesto los mensajes de la película: el duelo por la muerte de un ser querido, la frustración por no estar a la altura de las circunstancias, las ansias de venganza en aras de buscar justicia, etc.
En cuanto a la puesta en escena, Hitchcock logra generar en el espectador la sensación adecuada a lo que se representa en la pantalla: miedo, tensión, dulzura o simpatía. Y todo gracias a un excelente uso de, en primer lugar, la iluminación (maravillosa fotografía en blanco y negro); y, en segundo lugar, del montaje, elemento básico y pan de cada día a la hora de lograr suspense en la narración. Además, y a modo de detalle, resulta muy placentero la introducción de un McGuffin (el perro negro). De esta forma, y continuando con el símil empleado anteriormente, Hitchcock es el titiritero y el espectador, por (bendita) desgracia, la marioneta. Personalmente, en el cine de Hitchcock, en el primer visionado, uno cree conocer el desenlace de la película. “El culpable es…” o “esto lo hizo de esta forma. Así y asá…”. Todo lo contrario, Hitchcock siempre va un paso (sino más) por delante del espectador, jugando con la expectativa de este.
Poco más se puede decir ante una auténtica obra maestra. Cada personaje es un mundo y del cual se disfruta enormemente viendo su actitud y sus actos. Hay suspense. Hay terror. También hay una bonita historia de amor. Y también hay una sutil referencia a cómo el tiempo nos erosiona, determinado que, cada suceso que nos acontece nos convierte inmediatamente en una nueva persona. Eso pasa con ‘Rebeca’, uno la ve…Y al terminarla, ya nada vuelve a ser lo mismo. Uno acaba de asistir a la magia del cine.