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    Fábula ecologista de destrucción mundial

    por Diana Albizu

    Tercera parada en la escalada del alemán Roland Emmerich para ensayar el mayor número de escenarios de destrucción planetaria posibles (siempre, eso sí, con el ojo especialmente puesto en Nueva York, ciudad que le encanta aniquilar de las formas más variadas). En esta ocasión, el director busca darle cierto trasfondo de advertencia ecológica a su rutina de destrucción, convirtiendo la película en un alegato admonitorio por las nefastas políticas medioambientales del mandato de George W. Bush; el Presidente de EE UU interpretado por Perry King en la película y su Vicepresidente, Kenneth Welsh, están moldeados para guardar cierto no disimulado parecido con Bush hijo y Dick Cheney.

    Podrían parecer consideraciones meramente accesorias, pero son precisamente estas pretensiones de "seriedad" las que encallan el espectáculo pirotécnico que debería ser el punto fuerte de la película. Las imágenes de destrucción de Manhattan simplemente se incorporan al archivo mental que Hollywood nos ha ido nutriendo durante años y poco más nos queda. El propio film llega agotado a sus dos horas largas de duración y, cuando ya no tiene rascacielos que destrozar ni olas gigantes que levantar, sólo le queda recurrir a la atávica amenaza de unos lobos salvajes para añadir un poco de emoción a su criogenizado relato.

    A favor: Festival de efectos especiales aplicados a la destrucción urbana y masacres irónicas de seres humanos. Le dieron trabajo a Emmy Rossum.

    En contra: La vacía grandilocuencia que impregna toda la película y que Emmerich arrastra como el gran lastre de su carrera.

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