"Fausto" es una extraordinaria obra de artesanía y destreza integra, basada en la novela de Johann Wolfgang von Goethe, dirigida por el legendario F.W. Murnau y protagonizada por Gösta Ekman. Fausto es un anciano alquimista y erudito que venderá su alma al Diablo, primero, para poder curar de la peste a los habitantes del pueblo y, luego, cuando el Maligno le ofrezca la oportunidad de recuperar su juventud y amar. La historia del hombre que vende su alma al Diablo a cambio de riqueza y bienestar fue, desde inicios del cine, una de las temáticas más interesantes y abordadas por los primeros realizadores, como se aprecia en los tempranos clásicos “Der Student Von Prag” (1913) de Paul Wegener y Stellan Rye, y “Rapsodia Satanica” (1917) de Nino Oxilia. En ese contexto, la intención de realizar la primera adaptación oficial de la clásica tragedia escrita por Johann Wolfgang von Goethe y publicada en dos partes entre 1808 y 1832, era sólo una cuestión de tiempo y de presupuesto, principalmente. No obstante, la situación económica de la República de Weimar y del cine alemán, por cierto, no era alentadora debido a la descomunal crisis económica postguerra principalmente, pero también al fuerte proteccionismo de la industria cinematográfica alemana, que imposibilitaba concebir superproducciones.
Sin embargo, el visionario productor Erich Pommer terminaría con esto y contemplaría buscar asociación con empresarios alemanes radicados en Estados Unidos y así no sólo conseguir mejores presupuestos, sino asegurar una mejor distribución a ambos lados del Atlántico de films producidos por la Paramount, Metro Goldwyn Mayer y la UFA, lo que en el caso alemán permitió la realización de tres obras maestras del cine alemán, “Der Letze Mann” (1924) y “Faust” (1926) de F.W. Murnau, y “Metropolis” (1927) de Fritz Lang, siendo estas dos últimas las películas más costosas de la historia del cine silente germano. Un entusiasta Pommer, finalmente, vio cercana la posibilidad de adaptar la obra cumbre de la literatura alemana teniendo, en primer lugar, contemplado como director a Ludwig Berger, pero finalmente optaría por redesignar el proyecto a Murnau, por la madurez profesional del genio detrás de “Nosferatu” (1922) y la insistencia del propio Murnau. De esta forma, con un presupuesto de 2 millones de francos de oro, actualmente unos 8 millones de euros, la película se convertiría en la más grande superproducción de la UFA y el cine alemán, de la mano de un Murnau absolutamente impecable, obsesivo y magistral. El guión desarrollado por el polaco Hans Kyser es, en la práctica, una reinterpretación del mito faústico con elementos destacables del folclore demonológico europeo y germano siguiendo “The Tragical Life and Death of Doctor Faustus” (1589-1592) de Marlowe y “Faust” (1808-1832) de Goethe, sugeridos por Pommer que Murnau, sin embargo, decidió reversionar de la mano de la legendaria guionista Thea von Harbou, esposa del enorme Fritz Lang.
Así, Murnau lograrará un texto que explorará con una increíble fluidez, a pesar de la densidad filosófica propia de la obra de Goethe, los más recónditos anhelos humanos de la juventud eterna, la riqueza material, los placeres mundanos y, eventualmente, el control de las fuerzas vitales del universo a conveniencia. Murnau, pudiendo haberlo hecho desde una perspectiva capitular, opta por narrar la cinta desde una perspectiva más integracionista porque tiene en mente una narración épica y convertir lo fantástico en realidad. Una premisa que podría haber sonado bastante arrogante para el modesto mas no deficiente concepto técnico del cine alemán hasta ese momento y que tenía pocos realizadores osados como el propio Murnau en “Der Letze Mann” (1924) y Fritz Lang que venía de producir la doble épica “Die Nibelungen: Siegfried und Kriemhild’s Revenge” (1924). Sin embargo, el director tenía planeada una representación fantástica como nunca se había visto hasta ese entonces en el cine alemán y que plasmará con una serie de eternas e impresionantes postales visuales de la mano de los escenógrafos Robert Herlth y Walter Röhrig notablemente influenciados por el pintor noruego Edvard Munch, que dan cuenta de un destacable enfoque expresionista que, aunque no apelativo de lo retorcido, sí aplica para la paulatina distorsionada mente de Fausto. El prólogo de la película es todo un orgasmo visual y una declaración de principios del film. Un arcángel y el Diablo debaten sobre la lealtad de la humanidad al poder divino y el Ángel Caído termina obligando al ser celestial a apostarle las almas de todo el mundo si logra corromper a Fausto, símbolo de sabiduría y bondad.
No obstante, se utiliza todo tipo de recursos técnicos y visuales como superposiciones, transparencias y maquetas, y un contundente uso de la luz y sombra que Murnau dominaba a la perfección hacía tiempo, el film se desencadena en magistrales puestas en escena de los jinetes del Apocalipsis cabalgando por los cielos y la aparición del Diablo en la ciudad medieval para cubrirla con sus ominosas alas negras y desatar la peste y con ello las circunstancias que harán caer a Fausto, por primera vez, ante la tentación. Una secuencia apoteósica, impresionante incluso en nuestros días. Y éste es sólo el comienzo. El festín visual al cual el director somete al espectador, continuará a un gran ritmo durante la primera hora de metraje, en donde el trabajo escenográfico seguirá haciendo de las suyas, más aún con el notorio protagonismo que termina por alcanzar la fotografía de Carl Hoffman, que tiene en la secuencia en que Mefisto y Fausto vuelan por la ciudad su punto culmine. Aunque inicialmente tuvo algunas dificultades para comprender la composición plástica de Murnau, quién prefería a Karl Freund con quien trabajó en “Der Letze Mann” (1924) y “Tartüff” (1925), Hoffman regala más y más secuencias notables como la invocación a Mefisto y la firma del pacto, escena a la que Murnau dedicó un día completo para que quedara perfecta. Filmando a doble cámara, técnica poco habitual en ese entonces y utilizando otras como el travelling para llevar la atención del espectador a varios puntos simultáneos en escena, la obsesión del genio alemán tendría por las cuerdas al propio Pommer que veía cómo Murnau grababa y grababa las mismas escenas hasta quedar conforme, mientras la producción del filme se alargaba de 6 meses a un año.
Las actuaciones son impecables, se optó por un reparto europeo encabezado por el sueco Gösta Ekman, la estrella alemana Emil Jannings y la debutante Camila Horn. Ekman interpreta con una seriedad y elocuencia evidente al viejo Fausto que se debate entre la ética del erudito y la frustración ante la peste, y también a su fresca y despreocupada versión juvenil, que dan cuenta de una gran versatilidad. Lamentablemente, durante el exhaustivo rodaje de este film, Ekman desarrolló una fuerte adicción por la cocaína que acabaría tempranamente su vida a los 47 años. En tanto, Jannings, que ya era el actor más famoso de la República de Weimar por aquellos años, regalaría una soberbia interpretación de Mefisto, carismático, perverso, desleal y burlesco, que dan cuenta de su talento, el cual le permitiría quedarse un año más tarde con el primer Oscar al mejor actor por “The Last Command” (1927) de Josef von Sternberg. La actriz y bailarina Camilla Horn interpreta a la inocente enamorada de Fausto, Gretchen, que dista bastante de la personalidad abrumadora y libidinosa de la Gretchen de “Faust” (1808-1832) de Goethe. La famosa cantante francesa Yvette Guilbert, ícono del célebre Moulin Rouge, encarnó a la pícara tía de Gretchen, Marthe Schwerdtlein, colocando una inesperada cuota de humor al film y cumpliendo con las exigencias de la coproductora MGM. De cualquier forma, la química que Guilbert logra establecer con Jannings es evidente y se convierte en un buen liberador de tensiones para el desarrollo de la trama. Finalmente, William Dieterle personificó a Valentin, el hermano de Gretchen que tiene un fatal encuentro con Fausto y Mefisto.
En definitiva, extraordinaria, hermosa y melancólica historia que se verá sublimada en su enternecedor epilogo, remembrando el sentimiento más hermoso y anhelado por los seres humanos, en su afanosa búsqueda por el sentido de la vida. La concreción final de la obsesión y genialidad de Murnau por la perfección, con sus enormes aciertos y menores excesos, que la convierten en una de las películas más ambiciosas y grandiosas del silente europeo y del séptimo arte en general.
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