Suecia, mediados del siglo XIX. Dentro de un vehículo sumergido en la niebla, viaja una compañía de artistas ambulantes, cuyo jefe es el doctor Vogler, mago e hipnotizador que va acompañado de una anciana bruja, experta en pócimas de amor, y de su mujer y ayudante. Al pasar por una ciudad se convierten en el blanco de las burlas y humillaciones de un comité encabezado por el cínico doctor Vergerus, un médico que le pide a Vogler una representación.
Bergman nos trae otra obra súper interesante. La puesta en escena es buena, la iluminación y el blanco y negro enfatiza muy bien ese expresionismo, bien ensamblada y con un toque gótico maravilloso.
Vemos sus ya características referencias a la muerte y los instintos más primitivos. Pero los temas principales a tratar son una de sus obsesiones; el misticismo, lo simbólico y lo inmaterial contra lo racional y material, lo científico por decirlo así.
Todo esto conectado ya dicho con la muerte. Juega con la idea de suicidio filosófico, con la idea de afiliarte o basar tus creencias en algo que te prometa un futuro, o un más allá mejor. Es una propuesta completamente existencial, la negación de la muerte y de parte de la vida, ya que como decía Nietzsche, hay que abrazar tanto lo bueno de la vida como lo malo.
Y mientras esta parte del film se apoya en la ilusión, la parte escéptica opta por la humillacion como forma de superioridad, un punto de vista más frío y calculador, que elimina cualquier magia nunca mejor dicho. No sale muy bien parado el médico encargado de mostrar lo escéptico del mundo, Bergman busca enaltecer esta visión soñadora, sin quitar lo farsante de ellos y de sus actos.
Las películas de Bergman son siempre muy inteligentes, con los diálogos más profundos que vas a ver jamás. Lo dicho, sus películas no se ven, se sienten.