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    Arcadia
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    McNulty
    McNulty

    621 usuarios 72 críticas Sigue sus publicaciones

    4,0
    Publicada el 1 de noviembre de 2010
    La actual sociedad pos (y posactual) apesta, de eso no hay duda, y el hedor satura todo el ambiente, especialmente detectable en contextos microsociales que reflejan a la vez que producen toda la dinámica social que condiciona formas de relación y pervierte continuamente el trato humano, reduciéndolo todo a meras transacciones comerciales ubicadas en trabajos peligrosamente precarios, y siempre bajo la férula de ordenantes tan incapaces como despóticos. Las consecuencias sobre el carácter son muchas, y nada buenas, cosa que parece tener muy claro Costa-Gavras cuando enfoca la vida placentera y acomodada de un alto ejecutivo de la industria papelera hasta que es despedido de modo fulminante (común filfa esgrimida hasta la náusea: necesaria reestructuración de plantilla motivada por la crisis económica), entrando a partir de ese momento en una especie de psicosis inducida que, tras más de dos años de infructuosa búsqueda de nuevo empleo, le lleva a optar por una solución desesperada y radical: eliminar la potencial competencia al puesto anhelado (dentro de la empresa llamada Arcadia, en obvio juego de contraste con el sentido feliz y utópico que también evoca el término) mediante el asesinato real de los oponentes que él mismo valora como más cualificados. Y lo pone en práctica, lo hace, destruye así todo residuo ético y moral que pudiera haber albergado hasta el momento, si bien una de las víctimas parece llegar a conmoverle y salva la vida, y finalmente, favorecido por el azar, logra su maquiavélico objetivo. Fábula moral, pues, acerca de unos seres atomizados, anestesiados, corroídos por el virus de la ambición y encerrados en cárceles fantasmáticas cuyos barrotes son regenerados día tras día, hora tras hora, segundo tras segundo por una omnipresente publicidad que apela sin conmiseración a los señuelos de la satisfacción total del deseo. Además logra ofrecernos el retrato en negro de uno de los seres más antipáticos y odiosos que se recuerdan dentro de la galería de personajes sometidos a circunstancias parecidas o similares, y al que pone cuerpo un esforzado José Garcia haciéndonos imaginar lo que Jack Lemmon hubiera podido lograr con este papel. Aquí no existen asideros para la identificación y, por tanto, una cierta compasión por el protagonista es imposible, cosa que sí sucede en cambio en títulos como “American Beauty” de Sam Mendes (Kevin Spacey), “El adversario” de Nicole Garcia (Daniel Auteuil), “El empleo del tiempo” de Laurent Cantent (Aurélien Recoing), o aquí “La vida de nadie” de Eduard Cortés (José Coronado), por citar algunas cintas donde sus criaturas se ven asediadas por las nefastas consecuencias surgidas de la lucidez o el autoengaño extremos con que enfrentan su desazón existencial.
    Costa-Gavras renuncia deliberadamente a cualquier atisbo de parodia o exageración autoindulgente y apuesta por un desapego frío que logra instilar un malestar de fondo que llega a impregnar todo el conjunto, haciéndonos entrar en el deseo paradójico de que el protagonista sea capturado y pague por su monstruosa locura sin darnos cuenta de que el mismo sistema que habrá de juzgarle es el que precisamente la ha facilitado, y lo más importante, que esa conducta éticamente insana es el corolario máximo de los axiomas sociales básicos que la sustentan, los mismos que rigen los intercambios comerciales transformados a su vez en espejo modelador de los propiamente sociales, completando un círculo vicioso que se cierne sobre el protagonista como una corona de espinas. Que se hunden hasta el cerebro y acaban perforando la materia gris, la misma de que está fabricada esta historia abisal, sin asideros.
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