Siempre a la escapada, el cine de Godard abre caminos desde sus inicios y se aleja de la narración tradicional, en un aparte propio, singular, muy característico, que lo libera y se libera de lo establecido. De esta fuerza creadora por la experimentación, sin perder cierta rebeldía propia de la juventud, nace una propuesta como ésta, a la que más que aferrar dentro de un canon normativo conviene —para su disfrute— abrirse, dejarse llevar, casi como lo hacemos en ciertos sueños.
Tras más de medio siglo del estreno de “Banda aparte”, esta comedia de drama contenido y marco de thriller se siente menos intelectual de lo que se suele afirmar. Me gusta percibirla como una pieza de free jazz, una melodía de juguetona improvisación, donde tres jóvenes tratan sin mucha conciencia de robarle —en realidad— a la mismísima vida. Y así, Odile, Arthur y Franz hurtan instantes que, de paso, nos entregan a nosotros —espectadores sorprendidos— para hacerlos eternos: un baile que es ya nuestro baile, un minuto de silencio donde tanto y tanto se dice o, quizá, por qué no, la carrera más artística de todos los tiempos.
Es cierto que la vitalidad individualista de los tres jóvenes no adelanta ninguna de las inquietudes sociales que, solo cuatro años más tarde y en la misma ciudad, desembocarían en los aires revolucionarios del Mayo del 68 parisino. El viraje —cada vez más político— de Godard irá resolviendo ese compromiso con los tiempos cambiantes que revoloteaban ya a alrededor de una intelectualidad cinematográfica algo desfasada.
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