La historia, las matemáticas y la lengua se encuentran entre las materias cursadas por los niños y los adolescentes de todas las escuelas. No así la empatía, que va más allá del respeto, término a su vez bastante más apropiado que el manido “tolerancia”. En casi todas las instituciones educativas se insta a los estudiantes a venerar a los mayores y cuidar de los pequeños, a odiar la guerra y amar la paz, a condenar la pobreza y aplaudir a quienes luchan contra ella. En casi ninguna se enseña empero a comprender de verdad a los propios compañeros, a abrazar a quienes son diferentes o a defender a aquellos que sufren las consecuencias de serlo entre la desavenencia. No lo suficiente, al menos. Todos estos conceptos se mencionan de pasada, con el castigo como amenaza, pero sin llegar a ahondar en ellos. Así, los profesores se sienten tranquilos en las aulas por haber explicado la «teoría tolerante» y los padres hacen lo propio en sus casas a sabiendas de que sus hijos están siendo debidamente educados en otra parte. Entretanto, el ambiente de los pasillos estudiantiles es algo que sólo conocen de primera mano los niños y no tan niños que los recorren, quienes los perciben como un microcosmos único y personal donde forjarse la personalidad… o morir en el intento. «¿Qué hacen nuestros hijos cuando no miramos?», se pregunta la mayoría de los padres. Y probablemente nunca sepan la respuesta, porque sus hijos, por queridos que sean, dejan de ser suyos en el momento en que ponen un pie en el colegio por primera vez: entonces, las prioridades cambian y los padres pierden poco a poco el estatus de figuras de referencia, el cual pasan a ocupar los compañeros de clase hasta el punto de que importe poco el afecto del que se goza en casa si este no se traslada a esa vida paralela asumida en el entorno escolar. Una vida paralela donde, aunque nos cueste creerlo, hay amor, compasión y altruismo, sí, pero también crueldad, maldad y egoísmo; desde nuestra más tierna infancia. Esto es algo que los padres intuyen pero rara vez llegan a comprender, convencidos como están de que, por el motivo que sea, sus hijos son diferentes. Una mezcla de ingenuidad y egolatría es lo que lleva a esta conclusión, así como lo que dificulta enormemente el apoyo a los más pequeños por parte de sus profesores y progenitores, a quienes aquellos aprenden pronto a no arrastrar a determinada clase de problemas, avergonzados como están por padecerlos.