Uno en Cannes está preparado para casi todo. Como, por ejemplo, que este año la cinefilia destinada aquí haya ensalzado a Hirokazu Kore-eda por encima de Naomi Kawase o que se haya aplaudido a rabiar Mad Max: Furia en la carretera, cuando por lo general el cine de género no suele ser muy valorado por estas lides. Pero desde luego me ha cogido a contrapié que uno de los cineastas más queridos por el certamen haya tenido un recibimiento tan violento como el vivido hoy por Gus Van Sant, que presentaba a competición oficial su última película The Sea Of Trees. Quede claro que, a mí personalmente, los abucheos vikingos a la pantalla en cualquier festival y a cualquier director –en Cannes ya he vivido unos cuantos: de Philippe Garrel a Alejandro González Iñárritu, de Jean-Luc Godard a Isabel Coixet-, me parecen completamente deleznables.
The Sea Of Trees es una melodrama exaltado sobre la esperanza, un canto a la vida pese a las penurias inherentes a ella y una historia sublimada de amor, digamos, after-life. Para ello Van Sant, haciendo uso del guion pergeñado por Chris Sparling (autor del libreto de Buried), sitúa a un suicida (Matthew McConaughey) que viaja a un bosque de Japón para encontrarse con la muerte. Allí se encontrará con un hombre moribundo (Ken Watanabe) al que tratará de ayudar a salir del bosque consiguiendo todo lo contrario: hundirse más en ese mar de árboles mientras son azotados por un tiempo inclemente. Para reconstruir el pasado del protagonista, Van Sant va insertando un seguido de flash-backs que dan pie a la armazón dramática de la obra y que explican el porqué de la desesperación del mismo. No es la primera vez que Van Sant nos habla de la pérdida, algo que marcaba su conocida como “trilogía de la muerte” (Gerry, Elephant, Last Days) pero que, por lo general, es un elemento clave en toda su obra: Drugstore Cowboy, Paranoid Park, Restless, entre otras. Lo que sí es la primera vez que lo hace de una forma tan directamente sensiblera –más cerca de Lo imposible y Mar adentro que de El árbol de la vida-, apegándose a unas formas (y resoluciones) que no andan lejos del melodrama de sobremesa, buscando deslumbrar al espectador por la vía de la coacción y la lágrima fácil. Incomprensible. Un desaguisado que ni siquiera un Matthew McConaughey en su mejor momento –aquí también lo parte: tiene un monólogo en primer plano donde se desnuda anímicamente que es lo mejor de la película- puede arreglar. Me cuesta creer que Van Sant no sea consciente de lo que ha hecho, la duda que me queda es por qué lo ha hecho.
¿Qué quedó del boom del cine rumano? (Imagino manifestaciones ciudadanas al respecto). En este Cannes podremos constatar dicho estado de salud gracias a dos películas de Un Certain Regard: One Floor Below de Radu Muntean y Treasure de Corneliu Porumboiu. De momento vimos la primera, nuevo largometraje del autor de la estimable Martes, después de Navidad, en lo que podría pasar como una versión descafeinada, sin tensión ni suspense, de La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock. Muntean pone en escena el día a día de un hombre anodino, testigo de una agria discusión de una pareja de vecinos que acaba en (aparente) homicidio, que en vez de avisar a la policía decide seguir con su vida sin alterarse. La mayor parte de la obra es, simplemente, seguir el quehacer cotidiano del protagonista a medida que la inquietud sobre la responsabilidad moral de su inacción se va acrecentando. Un punto de partida interesante que, sin embargo, se vuelve mortalmente aburrido gracias a la continua repetición de todo tipo de formalismos del cine de autor europeo de la última década: planos silenciosos, escasez de elipsis narrativas, fugas argumentales… que acaban por convertir la película en un producto absolutamente descafeinado.
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