Dada su condición de hype de la temporada (año 2016) -medida en términos de audiencia editorial, fue la que más caudal de tráfico sirvió tras Juego de Tronos y The Walking Dead-, los hermanos Matt y Ross Duffer, el cerebro-tándem pensante de la serie, tenían ante sí un desafío de aúpa: no resulta fácil repetir el éxito cuando la sorpresa de base -personajes, trama argumental, giros dramáticos- en el mundo de las series es más una exigencia que una razón de ser. Stranger Things se hizo suyo un discurso narrativo que el cine llevaba tratando de imponer desde que J.J. Abrams revivió el espíritu goonie en Super 8 (2011): la copia descarada de los códigos que regían el cine juvenil de los años 80 se tradujo en una aventura tan emocionante como refrescante, donde el fantástico bebía a partes iguales de la comedia teen, el terror monstruoso y el drama familiar. Dentro de los cuatro márgenes de la pantalla plana se encuadraba un universo protagonizado por cuatro chavales de imaginación desbordante que tan pronto valdrían para estar en una novela de Stephen King como en un episodio de En los límites de la realidad... Que el cine, perdón: la tele, mirara a Steven Spielberg, Joe Dante y Robert Zemeckis por delante de a Scorsese y Tarantino, ya era una declaración de intenciones: el tan criticado espíritu lúdico del cine de los 80 iba a ser el nuevo paradigma fílmico del que se iba a alimentar la industria a partir de entonces. Ya no sólo se podía reivindicar películas como Gremlins (1984), Regreso al futuro (1985) o E.T. El extraterrestre (1982) como clásicos sino que ahora todos tratarían de imitarlos. Sino a cuento de qué hemos tenido reboots (algo ridículos, todo sea dicho) de Cazafantasmas (1984), Robocop (1987) o Arma Letal (1987) -esta última en formato de serie-. Porque ya no sólo el It (2017) de Muschietti bebe de esos códigos, sino que hasta Marvel se ha apuntado a la moda en sus últimas (y cada vez más divertidas) entregas: Guardianes de las Galaxia Vol. 2, Spider-Man: Homecoming y Thor: Ragnarok, todas ellas estrenadas este año. Decir que todo es culpa de Stranger Things es exagerado, obviamente, pero sí que hay que darle el mérito de ser la primera que, en su descaro sin paliativos, decidió plagiar homenajeando a un cine que durante años se cualificó de menor, únicamente porque se trataba de películas que gustaban al gran público. Algo que la crítica, en su momento, jamás le perdonó.
Pensada como una serie de una temporada única (aunque con hilos suficientes para poder alargarla en el futuro), los hermanos Duffer se encontraban ante un dilema prototípico: si bien un relato se construye a través de una historia en la que luego encajan personajes y contexto, a la hora de realizar una secuela el proceso es a la inversa; es ahora el relato el que se tiene que adecuar a un contexto y unos personajes ya queridos por el gran público. Repetir un modelo de éxito sin copiar y sin exagerar -esa tendencia en las secuelas del 'bigger & faster' es tan lucrativa (en términos pecuniarios) como peligrosa (en términos artístico)- es algo tremendamente difícil (que se lo digan a JJ Abrams y su Episodio VII) y, en la mayoría de los casos, el fracaso suele estar con cuchillos afilados a la vuelta de la esquina. Hace falta imaginación, obviamente, pero también talento y es ahí donde los responsables de Stranger Things han estado brillantes. Veamos por qué.
La segunda temporada arranca en una sala de máquinas (arcades en EEUU), con los impagables chavales protagonistas tratando de batir sus propios récords y presentando, a través de la pantalla pixelada, a una nueva jugadora en la partida: MadMax. Es tan ochentero que uno no puede evitar sacar una sonrisa. Los Duffer juegan sobre seguro: en esta nueva aventura el espíritu goonie no sólo se mantiene sino que se revitaliza (aunque que Sean Astin se incorpore a la serie va mucho más allá del guiño nostálgico). Los villanos ya no serán los doctores maléficos -de hecho, el Dr. Sam Owens (Paul Reiser, otra figura de los 80), con toda su ambivalencia moral, acabará siendo uno de los héroes de la temporada- sino una especie de mega-monstruo hecho de humo negro -¡Hola JJ!- y su riada de “demoperros” que, en sus ataques conjuntos, hasta llegan a recordar a la brutal Aliens: El regreso (1986) -en la que Reiser era protagonista, por cierto-. Sin embargo, en cuanto la temporada echa a andar las ramas argumentales se bifurcan, buscando dar igual protagonismo a todos los personajes creando unos mini-equipos en un equilibrio dramático realmente sorprendente: Steve/Dustin, Jim/Eleven, Lucas/Max, Jonathan/Nancy, etc. Nos alejamos de Carrie (1976) y Ojos de fuego (1984) y nos acercamos a Exploradores (1985) y a Noche de miedo (1985).
El fantástico, ya sea por la vía del terror cargado de suspense -ese laboratorio plagado de demoperros donde los protagonistas tratan de escapar-, ya sea por la ciencia-ficción gutural -el mundo “del revés” se expande como un túnel-infección tejido con larvas viscosas-, domina la serie de cabo a rabo. Un auténtico deleite para los fans del género, probablemente, ya agotados de que la fantasía venga desbordada de tanto producto superheroico. Comedia y drama se mezclan sin estridencias -y eso que el personaje del hermano violento de Max roza el límite del cliché- y logran alcanzar cotas emocionales superlativas, como en el desenlace del personaje de Bob Newby (ovación para Sean Astin) o en el exorcismo, a golpe de estufa, al que se somete Will, donde hubiera sido tremendamente fácil excederse en su carga de profundidad melodramática.
Es cierto, Stranger Things bebe tanto de la cultura de los 80, que también adapta lo más camp de la misma. Ya no es sólo que el espectador de oído fino debe comerse con patatas los ritmos gordos de Cindy Lauper, Ratt y Queen, sino que además cuando se sale del territorio doméstico -el tan comentado episodio 7-, este fuerce su estética hasta convertirla en un paroxismo. Tanto da. Nadie le pide a la serie que sea tan buena como sus referentes. Quizás la gang de vengadores con pinta de extras descartados de The Warriors (1979) o de Jóvenes ocultos (1987) estén metidos con calzador (y con el 'Runaway' de Bon Jovi como telón de fondo) pero, lo cierto, es que esa osadía funciona. O, al menos, funciona en mi caso (toda crítica es subjetiva, ya saben). Y bueno, puestos a mirar a los 80, al menos mejor mirar al cine de Walter Hill que al del director de Dirty Dancing (1987) -¿alguien recuerda su nombre?-. Ah, y un último apunte. Quien critique esta serie, o a cualquiera de sus productos coetáneos, al acusarla de nostálgica, debería preguntarse cómo puede ser que guste a tanta gente que nació en décadas posteriores. ¿Puede alguien sentir nostalgia de algo que no vivió? ¿O quizás es que Stranger Things es simplemente buena, además de popular? El compositor Arnold Schönberg dijo que “si algo es popular no es culto y si algo es culto no es popular”. Lo que deja claro que el maestro de las melodías dodecafónicas además de un snob era, probablemente, un imbécil.