Uno no puede elegir a su madre de la misma forma que no puede elegir el grado de locura al que se verá abocado en la vida; de hecho, ambos síntomas unívocos e irreversibles suelen ir de la mano para desgracia de generaciones. De ahí que más que Heridas abiertas -curiosa traducción del original Sharp Objects (Objetos afilados)-, la serie creada por Marti Noxon a partir de la novela de Gillian Flynn, a la que Jean-Marc Vallée ha otorgado autárquica forma y fondo, debería llamarse "Heridas heredadas" o, aún mejor, "La madre que me parió". Y es que aunque el trasfondo argumental verse sobre el relato criminal -dos niñas aparecen muertas (y desdentadas) en la pequeña localidad de Wind Gap (Missouri)- lo que en realidad está contando la serie protagonizada por Amy Adams es cómo la sangre envenena la sangre: la familia como fuente de todos los males, la infancia como germen de todos los daños de la edad adulta y la vergüenza paliativa como método de huída interior hacia los horrores reales de la vida.
Escribo esto por escribir algo, que ya no lo hago nunca. Aún con las imágenes post-créditos de la season finale latentes en mi cabeza. Reconozco que ha sido el primer capítulo que he disfrutado al completo de la serie, el único en el que, por fin, se ha visto la huella de Jason Blum tras la misma. El terror doméstico, agónico y sin asideros de los primeros treinta minutos del s01e08 de Heridas abiertas, me ha vencido en mi siempre enloquecido raciocinio al respecto de lo que veo, leo, escucho y siento. No dudo que las tan reveladoras como impactantes y estrambóticas imágenes con las que Vallée pone punto final al suspense argumental del asunto siguen el mismo patrón barroco, fugaz, etéreo y machacón que las del resto de la serie. Coherencia no le falta, tampoco consistencia. La pasión ultra que el cineasta firmante de Dallas Buyers Club (2013) posee por la confección del plano orfebre, así como de los mementos flash-back y de la imagen líquida a lo Terrence Malick, podrá resultar muchas cosas: fascinante o epatante, profunda o vacua, sensible u obtusa; aún ahora no lo tengo claro. Pero a insistente (e intenso) está claro que no le gana (casi) nadie.
Por eso más allá de la cuidadísima puesta en escena de la serie, así de su gusto por el subrayado continuo buscando enlazar pasado y presente, como si este estuviera atado por alambre de espino, uno ha de dejarse más llevar por la narrado que por lo narrativo, no vaya a ser que la persistencia retiniana nos juegue una mala pasada y no nos permita disfrutar de los aciertos de la misma. Así que volvamos a la familia: el retrato de una madre sureña obsesiva, siniestra y un pelín borracha -resulta atractivo el cómo casi todos los protagonistas de la serie le dan a la botella (y al tabaco) a base de bien- es, sin duda, tremendamente apasionante. De hecho, hay pocos personajes que no resulten magnéticos: el padre pasivo, la adolescente inasible, el hermano doliente, el detective aislado, el policía impasible, las sirenas roller-girls, el bunch de ex animadoras frustradas... y, claro, su totémica protagonista, un mapa humano de cortes a cuchilla reflejando todo el dolor del mundo en los límites de su piel.
Nadie puede escapar de la familia o, como mínimo, nadie puede hacerlo indemne. Ni nuestros padres, ni nosotros, ni nuestros hijos. Así que básicamente todos aspiramos a sobrevivir, que ya es demasiado. Y yo no sé deciros si Heridas abiertas es una gran serie o un cántaro vacío que hace un ruido ensordecedor al ir rodando por el interior de nuestras cabezas. Así que me quedo con el terror vivido en este último episodio, no sea que se me vaya a olvidar el dicho que me decían mis padres en loop satánico: quién más te quiere te hará llorar.