Lo más excepcional de esta película es el trabajo de la cámara y el diseño de las imágenes, cada escena parece un cuadro minuciosamente dibujado, una hilarante puesta en escena que recuerda mucho al cine mudo y hasta los cortos clásicos de animación, incluso la pantalla se vuelve cuadrada cuando la trama se desarrolla en los años 30. Está llena de los elementos visuales tan propios de Anderson (plano cenital, rápidos zooms, encuadres imposibles, colores vibrantes...) donde el aspecto visual y la decoración son esenciales y están subordinados a la fantasía de ese exuberante universo tan particular que quiere mostrarnos: teleféricos y funiculares de juguete, paisajes dibujados o una improbable persecución esquiando que no hacen sino destacar la naturaleza ficticia y surrealista de la trama.
Otro de los temas que sorprenden en El gran Hotel Budapest es la ternura que desprenden todos los personajes, incluso los villanos. Adorables y excéntricos personajes que no se muestran melancólicos como en otras películas de Anderson, si no que dejan paso a una alegre comedia, sutil y elegante con momentos sublimes ("¿Acaba de tirar mi gato por la ventana?") y un ritmo trepidante, pero sin dejar de ser profunda e inteligente. Quizá lo más difícil de entender es la construcción de la película a través de un doble flashback anidado, pero sólo hay que pararse a pensarlo un minuto para poner cada cosa en su lugar.
El protagonista absoluto de esta historia es Ralph Fiennes que está sencillamente extraordinario como el gerente M. Gustave, un personaje elegante y contenido, hasta que termina por estallar. Acompañándole siempre, a modo de escudero y compañero de aventuras, su protegido, el joven botones interpretado por Tony Revolori que consigue eclipsar a tanta estrella a su alrededor.