Incólume y Soberbia Insurrección Para La Ciencia Ficción
Es inaudita la inmensidad de pragmatismos humanos que la ciencia ficción puede englobar. Circunscrita erróneamente con la epígrafe sobre la imposibilidad de sus actos, es paradójico mirar hacia atrás y desglosar que cuan ínfimo pormenor de nuestra agolpada historia afloró con un “eso nunca pasará” o un “eso es fulminantemente imposible”. Y míranos aquí, ¿dónde estaba tal concepción de lógica y ecuanimidad cuando una tuna de judíos alemanes y ciudadanos arios determinaron por un 44% de votos utilitarios que una corporalmente retaca bestia guiara a la gran Alemania y al mismo mundo en un ciclón de sangre hacia el inclemente inframundo?, o ¿dónde estaba el pueblo americano igualitario, liberador y justo que predicaba equidad y pluralismo cuando eligieron a un republicano presbiteriano con peluca cítrica para capitanear la medula espinal del universo?, ahí, es donde el trillado adagio literario y fílmico brilla a su mayor expresión: “La realidad supera la ficción”. Si bien, la colectividad de acaecimientos modernos está, o estuvieron, influenciados por el constreñimiento, las disparidades de opinión, la ambición o la vileza, otra triza del bocado nos ha investido parcialmente como organismos de igualdad en cuanto al color y eliminador de la misoginia. Hemos superado cataclismos, guerras de primer o segundo grado o una gresca interpersonal cotidiana, hemos sepultado la altivez y nos hemos unificado como seres humanos de forma universal; actualmente, no debemos mirar más allá de las estrellas, debemos proyectamos a llegar más allá de ellas.
El género sci-fi lleva los maremágnum de una disciplina al extremo, en un contexto en el que puede haber un alto, medio o mínimo carácter de probabilidad, teniendo el chance de legar de cierto bidimensionalismo cinemático a la obra que se atilda como ficción. O bien puede descarriarse por el tundido y mayoritariamente deficiente sepultamiento de las oportunidades de la ciencia y desbordar la imaginación hasta lo quimérico (“Star Wars” o “Star Trek”), o de otro modo, pueden ampararse en mayor o menor magnitud dentro de una tesis global soportada por bases con sustentación científica, relegando el libre albedrio creativo y desvelando una verídica presunción de que acontezca. Grandes exponentes han brotado en los últimos decenios desde que Stanley Kubrick o Steven Spielberg derrocharon terror y erudición en los clásicos obligatorios de ciencia ficción de antaño (“2001: A Space Odyssey” y “Alien”). La filmografía contemporánea ya ha adjudicado un dirigente admisible que indisolublemente traerá un genuino cuestionamiento sobre la capacidad de la realidad que rebasa cualquier perecedera franja preestablecida; un director, guionista, productor y editor que suele emplear en la mayoría de sus largometrajes la cuestión de mayor complexión de investigación, es más, Nolan es el equivalente a la inextricable concepción espacio-tiempo.
“La concepción de la metafísica como problema que queda fuera de los límites de la razón teórica“ o “La consideración de la filosofía como una reflexión sobre el conocimiento científico” son dos de las miles de proverbios con los que el filósofo prusiano sostiene su célebre y aceptada cronotopía kantiana. Kant, representante del criticismo e impávido pensador y precursor del idealismo alemán, sentencia que cualquier expresión espacio-tiempo está enérgicamente ligada a la conciencia del hombre. El ser humano, por naturaleza propia, infiere un tiempo y espacio reglado en el que la vida emprende su trascurrir, en donde su existencia nace y sus días germinan. Este ha sido para algunas obras eje central para la dialéctica, esta duda ontológica se ha manifestado en mayor o menor trasgresión en “Inception”, “Interstellar” o “Looper”, cabe resaltar que irremediablemente el imperio del futuro frente el presente ha de estar en escena. La ultima en usar dicha cuestión como súbito McGuffin en el in crescendo drama que iza es “Arrival”, del peregrinamente hipnótico y turbador director Denis Villeneuve. El realizador emplea en su octavo largometraje, fidedigno de la magnanimidad y hegemonía que puede llegar a acaparar, una nueva captación de esa relatividad espacial y temporal que erigió Nolan, produciendo una moderna perspectiva y convirtiéndolo en un materialismo del tiempo más fundamentado en la comunicación que en la ciencia en sí, no obstante, el intrépido director osa con este drama fabuloso tomando como verídica cualquier señalamiento que sea científicamente correcto para aplicar a la cautivante historia, la mayor elasticidad artística y narrativa posible.
Como su membrete lo advierte, la trama gira en torno al imprevisto aterrizaje de doce naves extrahumanas, parangonadas con el monolito de 2001 en “A Space Odyssey”; figuras arcanas, recursos extraterrenales, aquellos que han llegado con una voluntad propia. La nave en la que se concentrara el relato es aquella que se posó a pocos metros de la verdosa superficie de Montana, EEUU. Típico en los americanos, primero determinan examinar y luego proceder, utilizar la cabeza antes que la fuerza; por tal motivo, el gobierno estadounidense decide contratar a la avezada en lenguas muertas y vivas, la lingüista Louise Banks (Amy Adams) y al físico Ian Donnelly (Jeremy Renner) con el fin de indagar el móvil sucinto de su visita. Sin embargo, se toparan con más incógnitas que elucidaciones debido al inclemente contexto que se les presenta. ¿Acaso, manejan “ellos” alguna clase de intercambio informativo? ¿De qué manera discernirán lo que quieren expresar? ¿Podrán interpretar el razonamiento humano? Es justo aquí en donde entra a trabajar el espacio-tiempo anteriormente tratado, conjugado con una atmosfera lingüística que retratara, en un segundo plano, la paranoia e informalidad de la reacción humana ante un lance de aparente contingencia. Somos envueltos en las circunstancias de Louise, pero de repente, podemos sentirnos reflejados tanto en sus floridos luceros añiles como en los ojos de Ian o en los de cualquiera que pueda estar experimentando tal evento; el filme es sobre hallar un “¿Por qué?” sobre nosotros mismos, no sobre ellos. ¿Seremos nosotros la amenaza?
Luego de un prólogo analéptico que argumenta gran parte del metraje, la tesis tiempo-espacio concebida por Eric, Villeneuve y su equipo simula no tener demasiada concordancia e inicia un espiral no correlativo de memorias anacrónicas de Louise con su hija y su “pasado”. El guion y el drama empiezan a construir una cohesión y un verismo portentoso a través de la jerigonza y la crudeza espacial y terrenal en el que se desenvuelve el relato. Posterior, seremos testigos de un momento clave en donde el habla humano y todas sus frívolas variables quedaran en vergüenza al chocarse con dos heptapodos contenidos dentro de una colosal capsula, los cuales rezagan retoricas con analepsis o prolepsis, con probabilidades o barruntos, con la estructura ordinaria que codifica a una sentencia como oración; el sujeto, el verbo y el complemento son obsoletos frente a la auspicia epifanía comunicativa-visual que atesoran tales seres, un intrincado sistema dialéctico comprendido no de una frase, sino de una idea completa, plasmada en una instauración circular inenarrable, sintetizada así: “según el idioma que hables, veras el mundo”.
“No creo en principios o finales”, con este llano abrebocas se configuro en frente de nosotros una supuesta narración acéfala y embrollada; las confidencias estaban a nuestro alcance, empero, lo único que hicimos fue continuar dando fe de las deficiencias de nuestra lenguaje, cimentado en un antes, un ahora y un después. Todo cobra sentido con las conclusivas escenas de significado diegetico, elucidando la finalidad general de su llegada, donando un obsequio que puede ser tan nocivo como utilitario para una sociedad que está al borde del apocalipsis. A estas instancias, nos percatamos que de igual manera que lo hizo en “Nocturnal Animals”, Adams ha burlado nuestro coeficiente intelectual, ha logrado que sigamos en trance el MacGuffin alienígeno para, en el último periquete, desvelarnos que era algo más íntimo, algo sobre tu y yo que sobrepasa lo racional, algo más complejo que una neta invasión; es una cavilación sobre los puntos de roturas de la humanidad, y esa, de hecho, es el cometido de la ficción de Villeneuve: dilucidar mediante su semiológica propuesta las carencias de comunicación y entendimiento de la raza humana, nuestra contracción ante un albur, nuestra menoscabada organización gubernamental, nuestra falta de sensibilidad; somos humanos porque nos fijaron tal precinto, pero en la verdad más cruel, somos sociedades primitivas acicaladas como organizadas.
El filme del extravagante realizador se siente como un triunfo categórico. Uno sabe que un largometraje trasciende cuando en cada minúsculo componente gravita lo deifico y perenne. Desde el ángulo cinematográfico, ratifica el potencial de su equipo técnico y actoral, además de dar por seguro que Hollywood puede entregar ese entretenimiento de calidad que clamamos, aún existen historias que valen la pena exponer; lo único que deben hacer es seleccionar a los individuos indicados para el relato indicado, necesitamos de una arrogante suerte. Desde la perspectiva social y política, evidencia el inestable ensamblaje de nuestros sistemas de gobierno y nuestra actitud a la defensiva frente a lo desconocido; la película intenta aleccionar a los espectadores mediante el método de usar la cabeza antes que las manos, bien sea en las materias materno-filiales, científicas, colectivas o personales; debemos hacer frente con sapiencia y tino, no con necedad y celeridad.
Con seguridad y orgullo, puedo declarar que “Arrival” posee la mejor edición de sonido y composición musical en el cine en mucho tiempo; una arritmia sonora que resulta ensordecedora cuando lo requiere, tenaz en tiempos de perplejidad o victoria y teatral en la inefable confesión temporal; musicalidad y cadencia que articulan con la fotografía que se fía en la magnética atenuación de la imagen; Bradford Young (“Selma”) decora cada cuadro con un sombrío ambiente de desasosiego, de anonimidad, de superioridad con el fin de simbolizar una neta indefensión. El dictamen de no concedernos el chance de verlos hasta el instante en que la propia Loiuse lo haga, desencadena una briosa conexión entre la protagonista y la audiencia, lo que provoca que en el climax sean ambos los que caigan de rodillas ante semejante epopeya artística. Un sosegado ritmo, con acción medida y entretenimiento literal eximio; ellos quieren que hagas una lectura acentuada de todo lo anterior mediante el lenguaje grabado en el celuloide, se dice que “leer es trabajar”, el enunciador establece un código al cual el emisor y receptor asignen un mismo sentido, no existe un código común, el enunciatario deberá descifrar el código de la manera en que la enunciado lo revele. Ellos no quieren que vayas a ver una película, ellos desean que observes una realidad.
Una película que debe ser apremiante para aquel amante de la ciencia ficción que basa su pasión en causas y efectos racionales, además, ratifica la arrolladora aptitud actoral de Amy Adams y se nutre del potencial de su director y equipo derivando en una obra digna de ser anexada más allá de las historias ficcionales, allende la esencia del cine prima. Una historia que se desliza por un par de escenarios con parva iluminación, otorgando preponderancia al lenguaje y al contexto, arrinconando los tecnicismos prescindibles y las secuencias frenéticas saturadas de efectos especiales para revelar cáusticamente en los últimos cinco minutos que nada pretende tener un origen y un terminal; no siempre las paráfrasis están puestas sobre la mesa. ¿Por qué están ellos aquí? El don que nos legaron fue un simple mecanismo, el cual sirve como ducto para ejecutar elecciones sublimemente morales, emocionales, políticas, humanas, filosóficas y, en última estancia, cinematográficas.