¡No Huyas!
¿Por qué solemos pensar que la raza humana se fragmenta en dos grupos antagónicos? Dentro de las estólidas concepciones en las que coexistimos, existen los puntos negros y los puntos blancos, los cuales guardan fisionomías homologas y propiedades internas comúnmente semejantes, viéndose únicamente diferenciados por la naturaleza de sus pigmentaciones. Desde años atrás, se ha venido destacando el engrandecimiento de cierta tendencia de subyugación que afecta, directamente, a los puntos oscuros, quienes, sin retención alguna, han consentido la perduración de las actuaciones de los subyugantes. Con el trascurso del tiempo, las circunferencias han tenido contados encuentros reconciliatorios, de los cuales emerge la bocatería de algunos sobre la superación de este abyecto fenómeno que los ha azotado desde el principio, lo que resulta ser una vil falsedad, puesto que muchos de los puntos negros admiten esta nueva libertad bajo un latente yugo de tolerancia, indulgencias hacia las actos de los blancos que ostentan la completa liberación de las diferencias de color, cuando lo único que están logrando es sepultar el problema bajo una fina capa de tierra. Y entonces, la ineludible interrogación incriminatoria: ¿A quién debemos culpar? ¿A los blancos que no quieren enfrentar y eliminar de raíz sus equivocaciones o a los negros que continuando dejándose mangonear? Creo que no es cuestión de imputaciones, el peso de las problemáticas raciales recae en las circunferencias de toda clase.
La discriminación, en todas sus posibles variables, es una materia con la cual se puede llegar muy lejos tanto en extensión como intelección, una cuestión que ha tocado diversos medios de comunicación en función de atacar, por cuan mínimo frente, a este monigote de tan malignos propósitos. Apoyándose en un comportamiento en furor tal como lo es el racismo en el Estados Unidos de hoy, el debutante Jordan Peele—quien adquirió nombradía por TV shows de índole cómica que con la acostumbrada dudosa calidad lograron transcendencia norteamericana—presenta una agria, fogosa e impetuosa sátira social rebosante de humor negro con deliciosos tintes de thriller psicológico que llega con el fin de impactar fuerte a cierto sector acomodado de la mano de un relato reflector de las verdades mentirosas que nos contamos unos a otros de una manera tan inteligente, eficaz y comercial que bien podría acarrearle un listado de meritorias etiquetas tales como “cinta de culto” o “la mejor cinta de suspense del año” y quien quita, una ronda de galardones por sus esplendidos componentes, idénticos en calidad, diferentes en apariencia.
El largometraje de Peele converge, en no pocos vértices, con la laudable representación alegórica (“The Invitation”, 2015) de la cineasta estadounidense Karyn Kusama, subrayando como principal concomitante la esencia del verdadero thriller: la creciente incomodidad y desprotección sembrada para que el espectador no sienta seguridad de lo que acontece en la pantalla a plenitud, lo cual provoca dentro de este incesante nacimiento de percepciones frente a las capciosas propuestas que plantea el relato. Un género equivalente a una enfermiza ruleta, en la cual en el más mínimo instante de incuria, una ráfaga de revoluciones puede desafianzar tus seguridades de pies a cabeza. Tal concordancia aderezada con una aguda crítica social, consustancial de los auténticos filmes inaugurados por la maestría del señor Hitchcock, en los cuales se exhiben las más paupérrimas acciones que podemos llegar a cometer, nosotros, los puntos negros y blancos.
En paralelo a la prolijidad construyendo su descollante juego psicológico, Peele, merecedor de doble mención al actuar de guionista y director, conjura unos componentes corrientes y otros insólitos que pueden compendiarse en tres grandes campos: el primero, por supuesto, su narrativa, aunque más allá de la acertada destreza desarrollando el subliminal tema de eje, es la lograda conjunción y armonización entre dos géneros tan discordantes como lo son el horror y la comedia, consecución impresionante sobre todo por el decadente periodo fílmico en el que nos encontramos. Mientras la comedia se sustenta en los gags del comic relief secundario (contradictorio y estereotipadamente de piel negra) y la ironía propia de las situaciones, es fascinante como aquí el horror no requiere de pavorosos monstruos o fantasmagóricos entes para cumplir su objetivo (pese a que sí los hay), aquí el terror brota del horrísono y la significancia velada de las palabras, del enfrentamiento con la cruda realidad. La segunda son los plausibles constituyentes a nivel técnico y cinemático, a saber, la puesta en escena, el soundtrack, la cinematografía y la fotografía que aúnan el vertiginoso tramo final con el vacilante primer acto valiéndose, como es habitual en la compañía de Jason Blum, de elementos precisos que facilitan y enriquecen el seguimiento de la historia. Es prodigiosa en la composición de sus imágenes, no existe freno por tener en su poder una casa vacacional circunvalada por un bosque seco, al contrario, es sensacional como crean belleza, generalmente en espacios cerrados, con lo que tienen. Con certeza, el filme ha concebido una de las tomas más hermosas en la Historia del Cine de Horror, una onírica imagen en donde Chris (Daniel Kaluuya) despierta absorto luego de una cíclica hipnosis en una sofá de cuero claro, con el efecto sonoro procedente de un televisor antiguo como única compañía, su rostro—tremendamente fotográfico—plantea una analogía mediante las melodramáticas lagrimas que desprenden sus desorbitados ojos, un cuadro que perdurará en la memoria de cualquier cinéfilo moderno. A lo largo del metraje, también se manifiestan escenas destellantes, las cuales tocan los cuernos de la luna en su excitante tercer acto, destacando con ahínco la concentración de la cámara en el tercer gran factor: las arrolladoras y heterogéneas actuaciones. El protagónico de Kaluuya irradia poder y fuerza, sensible y desprotegido cuando lo necesita, agresivo y letal cuando todo es un desastre. La alienación de la familia Armitage se dosifica entre los competentes intérpretes, de los que destacan Allison Williams (con una vuelta de tuerca digna de Shyamalan) y su hermano en la ficción, interpretado por Caleb Landry Jones. Atención exclusiva solicita la roba escenas Betty Gabriel, quien ejecuta un par de escenas impactantes, con unas cotas de complejidad y profundidad interpretativa propia de una matrona de la actuación. Cuidado porque esta dama y Kaluuya presentaran grandes sorpresas.
Consciente de su juego, la obra de Peele es una deliberada subversión, entregada de la mano del cine, que clama por la erradicación de las injusticias perpetuadas por las sectas sociales y políticas de la era de Trump. Asimismo, quebranta las supuestas barreras entre géneros e ideas y desborda creatividad y poderío creando situaciones tan excitantes como caricaturescas, tan inteligentes como reflexivas; una sátira que no fue solicitada, tal vez por temor, pero que a la postre llego con un inclemente propósito. Alcanza lo que muchos largometrajes no: sorprender y afectar.