Pocas series consiguen que te rías de lo cotidiano con tanta inteligencia y ternura como Poquita fe. La segunda temporada mantiene intacto ese equilibrio mágico entre lo absurdo y lo costumbrista, demostrando que Pepón Montero y Juan Maidagán siguen siendo los mejores herederos del espíritu de José Luis Cuerda. Aquí no hay grandes giros ni discursos trascendentales, solo la vida misma: incómoda, absurda y profundamente divertida.
Raúl Cimas y Esperanza Pedreño siguen formando una pareja única, tan entrañable como desesperante. Su naturalidad es tal que parece que la cámara se ha colado en casa de unos vecinos cualquiera. Cada mirada, cada pausa y cada comentario fuera de lugar está medido al milímetro, pero nunca se siente forzado. Es humor de precisión disfrazado de improvisación.
La serie brilla, sobre todo, en esos momentos que parecerían insignificantes en cualquier otra ficción: una conversación absurda en la cocina, una discusión sobre nada, un personaje secundario que se detiene a explicar por qué hace lo que hace. Todo suma, todo encaja, y el resultado es un retrato coral que convierte lo anodino en pura comedia.
Visualmente sigue siendo sencilla, casi minimalista, pero ahí está parte de su encanto. No busca impresionar, sino observar, y esa mirada —entre tierna y desesperada— convierte cada episodio en un pequeño milagro de humor y humanidad.
Poquita fe no solo es la mejor comedia española actual: es un recordatorio de que reírse de la vida es la forma más sana de sobrevivirla. Ojalá dure muchas temporadas más, porque necesitamos más series así: pequeñas, honestas y capaces de hacernos llorar de risa sin mover un solo músculo.