La segunda película del joven realizador Rodrigo Cortés, que ya apuntaba alto con su anterior “Concursante”, es para el que esto suscribe una de las mejores películas del año, situada a muy pocos pasos de la obra maestra. Se trata indudablemente de una producción sumamente valiente, de gran riesgo narrativo, y que hace en todo momento gala (nunca ostentación) de un suspense planificado al milímetro. ¿Sus armas? Un actor totalmente comprometido con su difícil papel (estupendo Ryan Reynolds), una puesta en escena áspera y corruscante, en todo conforme a la vivencia extrema del protagonista, que no huye de su propio planteamiento mediante recursos escapistas, y un guión prodigioso que dosifica la información a través de oportunas conversaciones telefónicas, diálogos inteligentes y punzantes que incrementan la fuerza emocional del conjunto, ofreciendo un palmario ejemplo de lo que significa planificar y resolver adecuadamente una obra de largo aliento. Cortés consigue algo muy difícil para no verse en ningún momento obligado a traicionar sus propios axiomas de base, y lo hace de forma totalmente deliberada, consciente, logrando desplegar en complejo silogismo apelando a elementos deícticos dentro de la propia narración, diseminando pistas para crear el efecto de movimiento dinámico sin necesidad de abandonar el estrecho marco elegido y sin caer nunca en la trampa del pleonasmo visual. El resultado no puede ser mejor ni estar más logrado, ofreciendo al angustiado espectador una película tensa, lúgubre, claustrofóbica, un ejercicio de gran cine que se permite el lujo de homenajear con acierto a otros maestros del suspense donde halla su hontanar, pero precavido de no dar nunca la impresión de collage visual o patchwork narrativo construido a partir de sus múltiples influencias, entre las que sin duda destacaríamos la del propio Hitchcock de “La soga”.