Pocas veces he sentido la envidia tan exageradamente marcada en mi piel al ver una película. Una envidia sana (si es que eso existe) pero envidia al fin y al cabo. Una extraña sensación, por imposible o por no realizada aún, de ver aquello que siempre había anhelado hacer, crear o llegar a plasmar en la pantalla. Es que como si alguien, en otra parte del mundo, hubiera tenido acceso a mis más privados secretos de cómo sería mi película perfecta a la hora de describir mi amor por el cine. Por que más que una película, 'The artist' es una carta abierta de amor incondicional, desaforado y pasional hacia el Séptimo Arte. Una magnífica pieza de orfebrería de incalculables quilates puesta al servicio de unos amantes cinéfilos que han sabido (y han podido) reflejar en unos rollos de celuloide todo su eterno amor por una manera de vivir, sentir y hasta de respirar cine.
Desde el primer segundo, Michel Hazanavicius activa su máquina del tiempo y nos transporta a 1927. No de una forma narrativa nada más, sino también por momentos física. Un logro técnico y artístico que reproduce, en su inmensa totalidad del metraje, de llevarnos de la mano a los albores del cine sonoro. A una época donde las estrellas de Hollywood estaban catapultadas a las colinas de la ciudad, como dioses míticos, desde las que divisaban sus dominios. Un mundo frenético que se movía por impulsos del público "Hay que darles lo que quieren", donde la línea entre el éxito y el fracaso lo delimitaba uno o dos días de diferencia. El director ha sabido comprender que su viaje en la creación de esta película no iba a ser bien recibido, no por la mayoría del público. Era un arriesgado ejercicio que más tarde se vio recompensado de otra manera. Pero al igual que su protagonista no ha dejado ni un instante de creer en el cine en el que él cree a ciegas.
Retroceder en el tiempo, para todos nosotros que no vivimos aquella época, tanto en el lenguaje como en la forma era una espada de Damocles a la hora de rodar este meticuloso retrato del cine mudo. Hazanavicius ha tratado de amoldarse a los cánones y formas en las que se rodaba en 1927, siempre con la memoria de un espectador, pues tiene enormes pasajes que encajarían como una película de aquella época sino fuera por que nuestra conciencia nos revela a los actores de hoy en día. Soberbio su manejo de las técnicas, planos, métodos y trucos de montaje. Una apabullante muestra de cine dentro del cine pero llevada aún más lejos, pues disfrazada de falso film mudo lo que en realidad desvela es la capacidad asombrosa de sorprender mientras nos deleita con su carta personal de amor al cine.
Ni Hazanavicius lo ha ocultado ni falta que le hace. Ahí están, en imágenes, sus constantes homenajes a sus ídolos. Sin desvelar en cuáles escenas podréis encontrar, aquellos que aún no hayáis disfrutado de esta maravillosa película, deciros que descubriréis guiños desde Murnau a Wilder, de Hitchcock a Wellman, de Welles a Ford. Cada plano, escena y secuencia ha servido para rendir tributo a sus (nuestros) grandes genios a la vez que nos narraba una sencilla, en principio, historia que nos atrapa desde el primer plano de un Jean Dujardin que está colosal. Tras unos minutos en los que como espectadores dominamos la falta de lenguaje oral y tras las primeras sorpresas iniciales que más tarde irán aumentando (tanto en forma como en fondo) a lo largo del film, es entonces cuando no sólo disfrutamos de 'The artist' sino que la hacemos nuestra. Participamos de ella, nos vemos en ella.
Mucha culpa de ello la tiene Dujardin, en un personaje que habla con los ojos, con la sonrisa, con una sutil mueca de sus labios o un leve arqueamiento de su ceja. Inconmensurable trabajo de un actor que respira, siente y sufre por nosotros. Memorable la escena en que descubre el sonido frente al espejo mientras se desespera por no hallar el sonido de su voz. Un grito sordo de una actuación llena de matices, giros y encorsetada en una estudiada (que no forzada) apariencia de personaje dentro del personaje. Dujardin no sólo interpreta a George Valantine, el actor, además interpreta a George Valantine el hombre, la persona que se esconde tras la máscara de glamour, se interpreta a sí mismo, a ti, al director a todos. Lleva el lenguaje del cine a un nuevo terreno. Su alter ego, Douglas Fairbanks (1883-1939), al que en principio pudiera tomarse como caricatura para dibujar a su Valantine, es continuamente tomado como el referente perfecto para acompañar a Dujardin. Una prodigiosa interpretación que hace que nos olvidemos del sonido de la voz humana. Un Marcel Marceau, permitid la atrevida comparación, en la era digital usando técnicas de los años 20.
Un reparto actoral que va añadiendo más gotas de esencia al film. Cada nueva aparición de personajes viene a sumar, nunca a ralentizar la trama. Un continuo despliegue de medios (extras, figurantes, decorados...) que hace difícil entender cómo se las arreglaron para sólo gastar 15 millones en presupuesto. Cuidada al detalle, al más mínimo detalle. Cada actor encaja en su personaje del mismo modo, al detalle. John Goodman es el estereotipo de productor de cine que todos tenemos en mente de la época dorada de Hollywood, de cuando los estudios eran verdaderas ciudades dentro de la ciudad donde se trabajaba 24 horas al día en la producción de varios films a la vez con los mismos técnicos y actores. Una Berenice Bejo (Peppy Miller) que encaja como un guante en su perfil de alocada chica de los Felices 20 evocando del mismo modo que Dujardin hacía con Fairbanks a Mary Pickford (1892-1979) en su caso.
Un prodigio, en todas sus facetas. Por valiente, por arriesgada, por descarado homenaje y uso de sus referentes no como ayuda a la hora de rodar sino como pieza de obligada utilización en determinada escena. Mucho se ha hablado de su extraordinaria banda sonora, creada por Ludovic Bource, en completo estado de gracia. Algunos me detestarán por esto, pero la inclusión de 'Scene d' amour' de 'Vértigo' (1958, Bernard Herrmann) me parece todo un completo acierto. Sé que puede (como hizo en mí) distraer en los primeros compases la atención de la acción que vemos en pantalla, pues el schock es tan brutal que el cerebro (cinéfilo) necesita unos segundos para asimilar el mensaje que el realizador y el compositor quieren darnos. El uso de esta pieza musical en el climax final del film no tiene otra explicación que no sea esta: sencillamente es perfecta. Tanto la pieza en sí misma como su colocación en esas imágenes. 'The artist' es un rotundo homenaje al cine que Hazanavicius (y muchos otros en los que me incluyo) ama. Qué mejor forma de terminar ese climax con una música que explique de manera tan excepcional dicho amor. Herrmann...nunca podremos agradecerte lo suficiente que nos regalases esa composición. Tanto el director como el compositor sabían que la música iba a ser otro personaje más, quizás tan importante o igual que el propio Dujardin y amén que lo consiguieron.
Decir para finalizar que ver 'The artist' por primera vez es volver a enamorarse del cine. Es volver a creer de forma indiscutible en una pasión que nos ocupa tantas horas, sueños y frustraciones. Una poderosa razón para descubrir cada día más. Un precioso momento de la historia del cine que ha quedado prendido del tiempo para la eternidad. Y al igual que en la escena final, en ese tour de force que ambos actores muestran a cámara, al final, exhaustos pero satisfechos, rendidos pero con ánimos...los cinéfilos volvemos a decir: "Acción...¡¡¡"